Libro
Sobre Kábala y
Judaísmo
Autor: René Guenon
Cortesía
R:.H:. Carlos Napoleón del Carpio Palacios
Parte 1
Algunas Observaciones Sobre
El Nombre Adam
En
nuestro estudio sobre el “lugar de la tradición atlante en el Manvantara”,
dijimos que el significado literal del nombre Adam (Adán) es “rojo”, y que en
ello cabe ver uno de los indicios de la conexión de la tradición hebraica con
la tradición atlante, que fue la de la raza roja. Por otra parte, nuestro
colega Argos, en su interesante crónica sobre “la sangre y algunos de sus
misterios”, examina para el mismo nombre Adam una derivación que puede parecer
diferente: tras haber recordado la interpretación habitual según la cual significaría
“sacado de la tierra” (adamah), se pregunta si no vendrá más bien de la palabra
dam “sangre”; pero la diferencia es poco menos que aparente, pues todas estas
palabras, en realidad, no tienen sino una sola y misma raíz.
Conviene
advertir de entrada que, desde el punto de vista lingüístico, la etimología
vulgar,
que viene a hacer derivar Adam de adamah, que se traduce por “tierra”, es imposible;
la derivación inversa sería más plausible; pero, de hecho, los dos substantivos
provienen ambos de una misma raíz verbal adam, que significa “ser rojo”. Adamah
no es, al menos originalmente, la tierra en general (erets), ni el elemento
tierra (iabashah palabra cuyo sentido primero indica la “sequedad” como
cualidad característica de este elemento); es propiamente “arcilla roja”, que,
por sus propiedades plásticas, es particularmente apta para representar cierta
potencialidad, una capacidad de recibir formas; y el trabajo del alfarero se ha
tomado a menudo como símbolo de la producción de los seres manifestados a
partir de la substancia primordial indiferenciada. Por el mismo motivo, la
“tierra roja” parece tener una importancia especial en el simbolismo hermético,
en el que puede tomarse por una de las figuras de la “materia primera”, pese a
que, si se la tomase en sentido literal, no podría desempeñar este papel más
que de una manera muy relativa, puesto que ya está dotada de propiedades
definidas. Agreguemos que el parentesco entre una designación de la tierra y el
nombre Adam, tomado como tipo de la humanidad, se encuentra bajo otra forma en
la lengua latina, en la que la palabra humus “tierra”, también es singularmente
próxima a homo y humanus. Por otra parte, si se refiere más especialmente este
mismo nombre, Adam, a la tradición de la raza roja, ésta está en
correspondencia con la tierra entre los elementos, como con el Occidente entre los
puntos cardinales, y esta última concordancia también viene a justificar lo que
habíamos dicho anteriormente.
En
cuanto a la palabra dam, “sangre” (común al hebreo y el árabe), también se deriva
de la misma raíz adam1: la sangre es propiamente el líquido rojo, lo que, en
efecto, es su carácter más inmediatamente aparente. El parentesco entre esta
designación de la sangre y el nombre Adam, es, pues, indiscutible y de por sí se
explica por la derivación de una raíz común; pero esta derivación aparece como
directa para ambos, y, a partir de la raíz verbal adam, no es posible pasar por
el intermedio de dam para llegar al nombre Adam. Cabría, bien es verdad,
enfocar las cosas de otro modo, menos estrictamente lingüístico, y decir que si
el hombre es llamado “rojo” es a causa de su sangre; pero una explicación tal
es poco satisfactoria porque el hecho de tener sangre no es propio del hombre,
sino que es común con las especies animales, de manera que no puede servir para
caracterizarlo realmente. De hecho, el color rojo, en el simbolismo hermético,
es el
del
reino animal, como el verde lo es del reino vegetal, y el blanco el del reino
mineral2; y esto, en lo que concierne al color rojo, puede relacionarse
precisamente con la sangre considerada como centro, o más bien soporte, de la
vitalidad animal propiamente dicha.
Por
otro lado, si volvemos a la relación más particular del nombre Adam con la raza
roja, ésta, a pesar de su color, no parece poder ponerse en relación con un
predominio de la sangre en la constitución orgánica, pues el temperamento
sanguíneo corresponde al fuego entre los elementos, y no a la tierra; y es la
raza negra la que está en correspondencia con el elemento fuego, así como con
el Sur entre los puntos cardinales.
Señalemos
además, entre los derivados de la raíz adam, el nombre edom, que significa
“rubio” y que, además, no difiere del nombre Adam sino por los puntos vocales;
en El aleph inicial, que existe en la raíz, desaparece en el derivado, lo cual
es un hecho excepcional; este aleph no constituye en modo alguno un prefijo con
significado independiente como pretende Latouche, cuyas concepciones
lingüísticas demasiado a menudo son imaginarias. La Biblia, Edom es un
sobrenombre de Esaú, de donde el nombre de Edomitas dado a sus descendientes, y
el de Idumea al país que habitaban (y que, en hebreo, también es Edom, pero en
femenino). Esto nos recuerda a los “siete reyes de Edom” de que se trata en el
Zohar, y la estrecha semejanza de Edom con Adam puede ser uno de los motivos por
los que ese nombre se toma aquí para designar las humanidades desaparecidas,
esto es, las de los precedentes Manvantaras3. También se ve la relación que
este último presenta con la cuestión de lo que se ha dado en llamar los
“preadamitas”: si se toma a Adán como origen de la raza roja y su tradición
particular, puede tratarse simplemente de las otras razas que precedieron a
aquella en el curso del ciclo humano actual; si, en un sentido más extenso, se
lo toma como prototipo de toda la presente humanidad, se tratará de esas
humanidades anteriores a las que precisamente aluden los “siete reyes de Edom”.
En todos los casos, las discusiones que ha originado esta cuestión parecen bastante
vanas, pues no tendría que haber ninguna dificultad en ello; de hecho, no la
hay en la tradición islámica al menos, en la que hay un hadith (dicho del
Profeta) que dice que “antes del Adán que conocemos, creó Dios cien mil Adanes”
(es decir, un número indeterminado), lo cual es una afirmación tan clara como
es posible de la multiplicidad de los períodos cíclicos y las humanidades
correspondientes. Ya que hemos aludido a la sangre como soporte de la
vitalidad, recordaremos que, como hemos tenido ya ocasión de explicar en una de
nuestras obras4, la sangre constituye efectivamente uno de los lazos del
organismo corporal con el estado sutil del ser viviente, que es propiamente el
“alma” (nefesh haiah del Génesis), es decir, en el sentido etimológico (anima),
el principio animador o vivificador del ser. Ese estado sutil es llamado
Taijasa por la tradición hindú, por analogía con têjas o el elemento ígneo; y,
así como el fuego, en cuanto a sus cualidades propias, se polariza en luz y
calor, ese estado sutil está ligado al estado corporal de dos maneras distintas
y complementarias, por la sangre en cuanto a la cualidad calórica, y por el
sistema nervioso en cuanto a la cualidad luminosa. De hecho, incluso desde el
simple punto de vista fisiológico, la sangre es el vehículo del calor animador;
y esto explica la correspondencia, que más arriba hemos indicado, del
temperamento sanguíneo con el elemento fuego. Por otra parte, puede decirse
que, en el fuego, la luz representa el aspecto superior, y el calor el aspecto
inferior: la tradición islámica enseña que los ángeles fueron creados del
“fuego divino” (o de la “luz divina”), y que los que se rebelaron siguiendo a
Iblis, perdieron la luminosidad de su naturaleza para no conservar de ella más
que un calor oscuro5. Como consecuencia, se puede decir que la sangre está en
relación directa con el lado inferior del estado sutil; y de ahí viene la
prohibición de la sangre como alimento, pues su absorción implica la de lo que
de más grosero hay en la vitalidad animal, y que asimilándose y mezclándose íntimamente
con los elementos psíquicos del hombre, puede traer efectivamente consecuencias
bastante graves. De ahí también el empleo frecuente de la sangre en las prácticas
de magia, y también de brujería (por cuanto atrae a las entidades “infernales”'
por conformidad de naturaleza); pero, por otro lado, esto es susceptible
también, en ciertas condiciones, de una transposición en un orden superior, de
donde los ritos, religiosos o incluso iniciáticos (como el “taurobolio”
mitríaco) que implican sacrificios animales; como a este respecto se ha aludido
al sacrificio de Abel opuesto al de Caín, no sangriento, quizá volvamos sobre
este último punto en una próxima ocasión. Esto aparece indicado en la relación
que existe en árabe entre las palabras nûr, “luz”, y nâr, “fuego” (en el
sentido de calor).
El Corazón Del
Mundo En La Kábala Hebrea
Hemos
hecho alusión precedentemente (febrero de 1926, p. 220) a la función que en la
tradición hebrea, tanto como en todas las otras tradiciones, desempeña el
simbolismo del corazón, que, aquí como en las restantes, representa
esencialmente el “Centro del Mundo”. Aquello de lo que queremos hablar es de lo
que se denomina la Kábala, palabra que, en hebreo, no significa otra cosa que
“tradición”, la doctrina transmitida oralmente durante largos siglos antes de
ser fijada en textos escritos; en ella, en efecto, es donde podemos encontrar
datos interesantes sobre la cuestión de que se trata.
En
el Sepher Yetsiráh, se habla del “Santo Palacio” o “Palacio Interior”, que es
el
Centro
del Mundo: está en el centro de las seis direcciones del espacio (lo alto, lo
bajo y los cuatro puntos cardinales) que, con el centro mismo, forman el
septenario. Las tres letras del nombre
divino Jehová formado de cuatro letras, iod, hé, vau, hé, pero entre las cuales
no hay más que tres que sean distintas, estando la hé repetida dos veces), por
su séxtuple permutación siguiendo esas seis direcciones, indican la inmanencia
de Dios en el seno del Mundo, es decir, la manifestación del Verbo creador en
el centro de todas las cosas, en el punto primordial del cual las extensiones indefinidas
no son más que la expansión o el desarrollo: “Él formó del Tohu (vacío) algo e
hizo de lo que no existía algo que sí existe. Talló grandes columnas del éter
inaprehensible1. Él reflexionó, y la Palabra (Memra) produjo todo objeto y
todas las cosas por su Nombre uno” (Sepher Yetzirah, IV, 5). Publicado
originalmente en Regnabit, julio-agosto de 1926. No retomado en ninguna otra
recopilación póstuma.
1 Se
trata de las “columnas” del Árbol sefirótico: columna del medio, columna de la
derecha y columna de la izquierda (véanse nuestros artículos de diciembre de
1925, p. 292).
René Guenon
Sobre Kábala y
Judaísmo
Antes
de ir más lejos, señalaremos que, en las doctrinas orientales, y en particular
en la doctrina hindú, se trata también frecuentemente de las siete regiones del
espacio, que son los cuatro puntos cardinales, más el cenit y el nadir, y en
fin, el centro mismo. Se puede observar que la representación de las seis
direcciones, opuestas dos a dos a partir del centro, forma una cruz de tres
dimensiones, tres diámetros rectangulares de una esfera indefinida. Se puede
notar además, a título de concordancia, la alusión que hace San Pablo al simbolismo
de las direcciones o de las dimensiones del espacio, cuando habla de la
“amplitud, la longitud, la altura y la profundidad del misterio del amor de Jesús-Cristo”
(Efesios, III, 18); pero, aquí, no hay más que cuatro términos enunciados distintamente
en lugar de seis, porque la amplitud y la longitud corresponden respectivamente
a los dos diámetros horizontales tomados en su totalidad, mientras que la
altura y la profundidad corresponden a las dos mitades superior e inferior del
diámetro vertical.
Por
otra parte, en su importante obra sobre la Kábala Judía2, Paul Vulliaud, a
propósito de los pasajes del Sepher Yetzirah que acabamos de citar, añade esto:
“Clemente de Alejandría dice que de Dios, Corazón del Universo, parten las
extensiones infinitas que se dirigen, una hacia lo alto, la otra hacia abajo,
ésta a la derecha, aquella a la izquierda, una adelante y la otra hacia atrás.
Dirigiendo su mirada hacia esas seis extensiones como hacia un número siempre
igual, él acabó el mundo; es el comienzo y el fin (el alfa y el omega), en él
se acaban las seis fases infinitas del tiempo, y es de él de donde reciben su
extensión hacia el infinito; tal es el secreto del número 7”3. Hemos tenido que
reproducir textualmente esta cita, de la que lamentamos que su referencia
exacta no sea indicada; la palabra “infinito” que aparece tres veces, es
impropia y debería ser reemplazada por “indefinido”: Sólo Dios es infinito, el
espacio y el tiempo no pueden ser más que indefinidos. La analogía, por no
decir la identidad, con la doctrina Cabalística, es de las más notables; y hay
ahí, como se verá luego, materia para otras comparaciones que son más
sorprendentes todavía.
2
vol. In 8º, París, 1923. –Esta obra contiene gran número de informaciones
interesantes, y utiliza remos aquí algunas; se le puede reprochar el dar
demasiado espacio a discusiones cuya importancia es muy secundaria, no ir lo
bastante al fondo de la doctrina, y de cierta falta de orden en la exposición;
no es menos cierto que se trata de un trabajo hecho muy seriamente y muy
diferente en eso de la mayor parte de los otros libros que han sido escritos
por los modernos al respecto.
Continúa….
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